Alejandro Duchini / Especial para El Ciudadano
Si hay una foto entre tantas del Torito de Mataderos, aquella de la edición 598 de la revista El Gráfico, publicada el 27 de diciembre de 1930, es una infaltable. En blanco y negro, Justo Suárez luce su Everlast derecho como si acabase de pegar una trompada. Boca cerrada, apretada; mirada adusta, segura. Corte de pelo como galán. La mano izquierda parece preparada para salir -si hiciera falta- como un misil.
Es la misma foto que ahora, 95 años después, eligió tras mejorarla digitalmente la editorial Penguin Random House para ilustrar la portada de ¡Torito!, el nuevo libro de Enrique Medina. No se podía elegir imagen mejor para seducir de entrada a los lectores. Fanático del boxeo, hijo de boxeador («querido papá, ¿cómo puede ser que te extrañe tanto si no te conocí”, le dedica), Medina ya había incursionado en la temática. Lo hizo con otro personaje enorme de la historia del deporte argentino: Gatica -el boxeador de Evita y Perón. Dos libros magistrales. Ambos personajes encarados desde la ficción.
En el caso del Torito, lo cuenta desde la mirada de su hermana Rosalía. Tal vez la preferida entre sus 24 hermanos. Es ella quien toma viejos sobres con notas periodísticas y lee y recuerda. Pero en realidad, cuenta el periodista Diego Morilla en el prólogo, los archivos son del propio Medina, quien se interesó en Suárez porque, según le contó alguna vez su madre, su padre había peleado con el Torito en uno de esos combates amateurs que nadie registró.
Primero, entonces, la infancia pobre en el barrio de Mataderos. Los trabajos por dos pesos en el matadero y el armado de un ring de boxeo en la casa de la calle Guaminí. Fanático de los perros, Justo Antonio le puso Cherro a uno en homenaje al delantero de Boca Roberto Cherro. A Cherro -cuenta Rosalía-Medina- lo atropelló un camión: “De bronca, abolló de dos trompadas el kiosco de la esquina”. A otro lo llamó Toro en homenaje a su admirado Luis Ángel Firpo, quien con el tiempo se convertiría en una suerte de consejero. Se hace justicia además con Gregorio, el hermano mayor de Justo y también boxeador que le abrió el camino para que se meta en el mundo del boxeo. A Gregorio lo apodaron El molino de Mataderos. El apodo se lo puso su amigo periodista Carlos Rúa, con quien compartía cenas y cafés junto a deportistas de distintas actividades. En esos encuentros se empezó a descubrir que Justo Antonio Suárez pedía pista.
La familia fue relegando sus caminos para apuntar al futuro Torito, diminutivo del ya mencionado Toro de las pampas, Luis Ángel Firpo. Si Gregorio fue eclipsado en el boxeo, su hermana fue relegando sus intenciones artísticas. A los 15 años, Justo Suárez todavía soñaba con ser futbolista, pero su carrera pugilística crecía tanto que el futuro se decantó solo. Antes de los 20 era el referente deportivo del barrio. Tenía hinchada y una historia de rivales que no le aguantaban. Le faltaba un entrenador que le mejorase la técnica. Entre ellos, Pepe Lectoure. Aún hoy se dice que fue tanta la plata que ganó con el Torito que gracias a él pudo construir el Luna Park tal como se lo conoce.
Pepe Lectoure será otro de los personajes que atravesará las páginas del libro de Medina. Irá del bien al mal y viceversa. Será quién lo prepare, pero también será el juez que, años después del mejor momento, objetará su futuro y dejará de trabajar con él. Lectoure lo ve lento, sin preparación. La decadencia empieza a ser evidente, salvo para el deportista, quien sueña con esa gloria internacional que tarda en llegar. El Torito, recuerda Rosalía, recuerda Medina, se enamorará de varias chicas, pero de ninguna como de Pilar Bravo, ganadora del concurso de belleza de la reina de Mataderos, con quien se casará. Los celos de él serán su perdición. La maltrata, le grita, la humilla. Ella se va y él ya no podrá consigo mismo ni con la tuberculosis que llega impasible.
Pero antes del final, el Torito es gloria del barrio y del país. Todos los quieren y lo halagan. En el mítico Café de los angelitos traba amistad con Cátulo Castillo. A sus admiradores les invita tragos en bares y restaurantes. En el cine Alberdi, en Mataderos, asiste a conciertos de Carlos Gardel, Agustín Magaldi, Libertad Lamarque, Tita Merello. “Los lustrabotas -escribe Medina- se peleaban entre ellos por sacarle brillo a sus zapatos, lo mismo los peluqueros, que luego de cortarle el pelo le llenaban la cabeza con agua de colonia y le hacían firmar el monumental espejo de la peluquería. Había un peluquero que se pasaba de vivo…, les vendía los mechones del pelo de Justo Antonio a las admiradoras. Nunca más fue a esa peluquería”.
“El box era todo para mi hermano”, escribe Rosalía. Pero la suerte cambia y cuando Pilar, embarazada, lo abandona, el Torito cae en la depresión. Deja de comer. Se siente mal y los médicos le insisten con que descanse. Para colmo, Pepe Lectoure le dice que ya no puede seguir conduciendo su carrera. “Para boxear estás acabado”, le sacude. Y entonces recuerda Rosalía: “Juan Antonio nunca más volvió a ser el muchacho alegre que todos habían querido… Cambió su optimismo por un carácter agrio. Sus ojos ya estaban secos. Se aisló de la familia y vivía solo en un departamento”. Aparecen managers vividores, de esos que abundan. Le prometen grandes peleas que nunca llegan. Algunas de sus siguientes peleas son, para la prensa, “un bochorno”. Sube diez kilos. Se abandona al cigarrillo y la bebida. No entrena. Es su hermana quien, cuando se está por inaugurar el techo del Luna, le insiste a Lectoure para que sea el Torito quien haga la primera pelea. Lectoure, que sabe que le debe mucho, acepta, aunque sin convencimiento. El rival es el ex medallista olímpico Víctor Peralta, que sacude a Justo Suárez hasta el décimo round, cuando lo noquea. Es el principio del fin.
Al Torito se le niegan permisos para pelear porque no está en condiciones. Aunque sin embargo saldrán algunas peleas por el interior. No hay caso: los resultados son pésimos. Pilar ya vive en París, con el hijo de Justo, Enriquito, quien lo conocerá en la cama, poco antes de su muerte y delirando. “Ella quiso que su hijo conociera a su padre”. Fue la única vez que se vieron. Solo hay dos fotos de ese momento; y en ambas, el Torito parece ido, como “en su mundo”. “Mi hermano tenía una tuberculosis muy avanzada”, escribe Rosalía. Un curandero al que Justo conoce en un bar le dice que para mejorar debe dormir a la intemperie y comer solo verduras. Le hace caso. “No pude hacerlo entrar en razones”, se queja ella.
La cuenta bancaria está cada vez más flaca. Pepe Lectoure aporta para el tratamiento en una clínica de Buenos Aires. Se van a vivir a Córdoba, a la casa de un familiar. “Los últimos días solo salió de la cama para ir al baño. Ya deliraba”, recuerda su hermana.
Antes de morir con 29 años el 10 de agosto de 1938, el Torito se despertó y le preguntó a su hermana con quién pelearía el sábado siguiente. Ella le dijo un nombre y le aseguró que iba a ganar la pelea.
